Comentario
Aunque la tarea de centralizar las tomas de decisión había sido un terreno ya labrado por la anterior dinastía, los nuevos monarcas contemplaron con malos ojos el sistema polisinodial de corte austriaco-borgoñón que estructuraba la administración central del Estado. Sin embargo, el sistema heredado no iba a ser fácil de cambiar. Los viejos consejos temáticos y territoriales disfrutarían todavía de una larga vida. A finales del siglo el Consejo de Estado, presidido por Aranda, recogía las riendas del gobierno. Y, en la crisis de 1808, el viejo Consejo de Castilla, de gran influencia durante la centuria, todavía tenía capacidad para dirigir el país por algunas semanas. A lo largo de la centuria, la mayoría de los consejos pasaron a tener nueva planta, siendo reformados para conseguir una mayor eficacia, para dejarlos con atribuciones meramente judiciales o bien para que no entraran en contradicción con los nuevos órganos creados.
En efecto, al lado de estos entes de carácter colectivo fueron surgiendo otros de titularidad unipersonal. Se trataba de las Secretarías de Estado, órganos preferidos por los gobernantes reformistas. Entre ellas destacó especialmente la Secretaría de Estado y del Despacho Universal por ser la que con el paso del tiempo se convirtió en el verdadero motor burocrático del monarca y en el instrumento al que incumbía poner en práctica las decisiones que sobre cualquier tema adoptase el soberano. Junto a la misma tuvieron también labores relevantes secretarías dedicadas a los asuntos hacendísticos, eclesiásticos, coloniales o de justicia. Secretarías que según los reinados y los gobiernos sufrieron numerosas transformaciones en cuanto a contenidos, funcionamiento y personal, pero que en general se llamaron de Hacienda, Gracia y Justicia, Marina e Indias.
Aunque resulta cierto que las secretarías estuvieron al alza y que fueron imponiéndose lentamente, no es menos verdad que durante el siglo los conflictos jurisdiccionales y las contradicciones funcionales con los consejos estuvieron a la orden del día sin que muchas veces hubiese un claro vencedor. Un motivo de esta pugna, a menudo sorda y en otras ocasiones explícita, fue tal vez la inexistencia de un plan general previamente trazado. Quizá Floridablanca fue el que tuvo ideas más globales y más tiempo para ponerlas en marcha, y tal vez por eso fue durante su gobierno cuando acabó por cuajar la Junta Suprema (1787), una especie de secretaría superior dirigida por un primer ministro que coordinaba semanalmente las siete secretarías existentes en aquel momento. Por fin parecía cumplirse el viejo sueño del Conde-Duque de Olivares: consejo de ministros y primer ministro.
Pero la causa central de las disputas fue la distinta concepción que ambos tipos de órganos significaban. El polisinodial venía a representar la vieja concepción de un Estado de corte puramente nobiliario, en el cual la aristocracia accedía a las rentas de la burocracia estatal sentándose en los sillones de un alto tribunal que deliberaba sobre materias específicas durante años para dictaminar una propuesta que el rey debía sancionar. Sin duda una administración lenta, prolija y poco operativa para un Estado que cada vez debía abarcar más obligaciones. Frente a ella, las secretarías representaban un modelo más ágil y barato en el que un ministro de área se comunicaba con el primer ministro o con el rey a través de la vía reservada. El monarca y su gabinete de ministros eran el centro de la gobernación. Lo colegiado frente a lo unipersonal, el presunto sabio venerable y prudente de los consejos frente el técnico-político de las secretarías: dos concepciones muy diferentes de cómo organizar la administración del Estado.